sábado, 7 de agosto de 2010

Crueles Intenciones

La puerta se abrió con estrépito. El sordo sonido, atenuado por su sardónica sonrisa, no bastó para restar un ápice de belleza a sus facciones, modeladas a golpes de tortura por nocturna luz lunar. Ella, sonrió a su vez, casi anhelante, y levantó un dedo para accionar el interruptor de la luz, que llenó la habitación con una dura luz ambarina.

La recién llegada, extrajo algo de su bolso con rapidez: un cigarrillo, de los más caros. Lo encendió. Sus gestos parecían estudiados hasta los límites extremos de la lógica. Resultaban forzados y faltos de naturalidad. Su rostro era tan blanco como el de un esqueleto, pero tenía luz en sus ojos, tras ellos, se advertía todo un universo de mentiras y maquiavélicas maquinaciones.

-Esto no es una visita de cortesía- dijo la visitante- quiero saber porqué me sigues.

Buscó un cenicero con la mirada, y al no encontrarlo, cogió una copa del estante- el reconocimiento de algún evento deportivo- y echó allí la ceniza, despreocupadamente.

-Bien lo sabes- dijo la aludida, levantándose sobre sus inseguras piernas, mientras se sacudía de la ropa el polvo blanquecino del suelo.

-¡Maldita sea, Lo!- la increpó con fiereza- no tenía que pasar esto...

-Pero pasó...- dijo Lo, acariciándose involuntariamente el cuello, herido. Lo siento, Lizzie...

-¡No me llames así! Deberías temerme...-susurró Elizabeth, con la mirada herida, como si sus pupilas desearan retroceder hasta lo más rojo de su nuca, observó el cuello de Lo. La mortífera daga apenas había hecho mella en ella, pero una simple palabra suya, era capaz de arrastrarla en una intensa espiral de dolor y de deseo, hasta arrebatársela a los brazos de la cordura... tan prohibida tan... suya, suya para siempre.

-Te quiero, Lizzie- murmuró Lo, sin culpabilidad en sus ojos. Cuando salgo ahí fuera, entre la niebla, y me miran centenares de ojos, fulgurantes y acusadores, veo tu mirada en cada uno de ellos.

-¿Por qué...?-empezó ella.

-¿Por qué? ¿Por qué?- inquirió, exasperada- no se pregunta por qué cuando alguien te dice que te quiere, las personas se quieren y ya está y no hay mucho más que decir.

- No deberías haberte enamorado de mí- la acusó Elizabeth- ahora mismo deberías estar escondiéndote de ellos... y de mí.

-Tú no vas a hacerme daño, no eres como...ellos.

-No estés tan segura- dijo Elizabeth, con una mirada desafiante en sus ojos oscuros- tengo órdenes de matarte...

-¡No las obedezcas!- exclamó Lo, con un deje de desesperación en su voz- tú no eres como ellos, lo sé, estoy segura. Ellos mataron a mi hermano.

Lo dijo como si eso zanjara la cuestión, como si el hecho de que aquellos seres, ocultos en la penumbra hubieran matado a su único hermano, años atrás, fuera suficiente para que Elizabeth no la matara a ella. Aunque Lo sabía que el hecho por el cual Elizabeth pertenecía a ellos era por despecho, por despecho hacia su padres, por vengarse de todo y de todos. De un mundo, al que creía cruelmente confabulado contra ella.

Elizabeth suspiró.

-Si no les obedezco, me matarán a mí.

-Yo creía que tú y yo...

-Creías mal- la interrumpió Elizabeth- lo que ocurrió aquella noche, sólo fue un signo más de mi debilidad, mi estúpida debilidad que siempre me esfuerzo en ocultar ante un mundo maldito, que se hunde cada vez más en su propia miseria.

-No- trató de tranquilizarla Lo con su tono relajado, casi infantil- el mundo no se divide en buenos y malos, las personas pueden equivocarse, pueden rectificar, enmendar sus errores...

-Mi único error ha sido y será siempre haberme acostado contigo aquella noche.

Los ojos de Lo sé empañaron en lágrimas, que pronto empezaron a caer silenciosamente por su rostro, envueltas en un sentimiento incontrolable: dolor. Elizabeth se arrepentía de haberse acostado con ella. Recordó aquel instante, ya en la noche, con las siniestras emociones de lo prohibido acechando en el ambiente de un bosque maldito. Bajo un cielo distinto del anterior, en el que la niebla nocturna daba al bosque la apariencia de un lugar desolado, o del último rincón del infierno, sabiendo quizá, que tras la muerte de su hermano, no volverían a verse jamás. Las sombras de los árboles, desdibujadas a la luz de la luna, danzaban en silencio, ocultando el siniestro escenario a ojos de un mundo cruel y hostil.

¿Qué hacer cuando la soledad te ahoga si la única superviviente de la tragedia es tu peor enemiga? Creyéndose con derecho a observarte tras las rendijas de una máscara donde la sangre de tu familia brilla con inusitada lucidez ¿Y si te enciende la piel de deseo con esa mirada maldita?

El resto fue muy rápido, antes de que pudiera darse cuenta de lo que hacía, Lo se encontraba en los brazos de la fría asesina. Y, sin saber aún el porqué, se acercó y depositó un beso en los labios maléficos, pero suaves, recorriéndolos por completo con los suyos. Inició una lucha feroz y silenciosa enredando su lengua a la otra cuya victoria fue provocar en el otro cuerpo el mismo deseo que anidaba en el suyo, y buscando despertar el brillo de aquella mirada en la suya propia. Pronto perdió el control y se dejó acariciar por aquella mujer de ojos oscuros, sin saber que era lo que despertaban en ella su cabello de ángel y aquellos ojos, con el mismo diablo acechando tras sus crueles intenciones.

Los pensamientos de Elizabeth respecto a ella, eran muy distintos: “Por una parte, encarna una sensualidad y una actitud vital despreocupadamente contagiosa, pero es el molde adecuado para la exageración, la burla fina y ligera, la expresividad incontenida y cruel, tejiendo deseos imposibles de explicar inspirados en sus ojos verdes como la muerte.”

Se unieron en una danza salvaje, ahora ambas luchaban por controlar su respiración, jadeante, pero eso no hizo que detuvieran su empeño de acariciar el otro cuerpo, hasta provocar que anidara en él el mismo deseo que en el suyo propio, hasta aprender de memoria, la curva que asciende a lo prohibido. Entonces, se separaron. Y Lo tuvo que huir, porque tras matar a su hermano, aquellos asesinos mal nacidos, venían tras ella. Elizabeth no dijo nada. La dejó marchar. Incumpliendo su deber. Y Lo desapareció entre la penumbra del bosque. Supo entonces que no debería haberla dejado marchar, pero era demasiado tarde, el mal ya estaba hecho.

Lo volvió bruscamente a la realidad al notar una mano de Elizabeth sobre su hombro.

-Tienes que entenderlo- dijo ella- tengo órdenes de matarte. Te aseguro que no es agradable, ni mucho menos.

-¡Pero vas a hacerlo!- exclamó ella, dolida, zafándose de la mano de Elizabeth- ¿Entonces por qué no lo haces de una vez y nos dejamos de charla?- preguntó, gritando esta vez- ¡Vamos! ¡Mátame! ¡Mátame como mataste a mi hermano!-la increpó.

-Tu hermano quería que le matara-dijo ella simplemente- me provocó, como estás haciendo tú ahora.

-Yo no te tengo miedo- dijo Lo, y uniendo los hechos a las palabras, retiró un poco el cuello de su camisa, dejando al descubierto los restos de sangre seca que aún quedaban en él.

-Eso no lo han hecho ellos- explicó Elizabeth, tranquilamente, como se le explica a un niño de seis años que los reyes magos no existen- ellos habrían mordido, sin pudor, lo que tienes ahí es de alguien que se ha hecho pasar por ellos, es un corte con una daga de plata- miró el corte con más atención- me atrevería a insinuar que ha sido Tobías.

-¿Cómo... pero... lo conoces? ¿No acabas de decir que alguien se hacía pasar por uno de vosotros?

Elizabeth rió, rió con una risa fresca y sonora, como si nada en el mundo pudiera interrumpirla.

-¿Crees que todos nosotros somos aún vampiros?-inquirió. Luego tomó entre sus manos el delicado y blanquecino brazo de Lo, con cuidado, Lo casi habría asegurado que con ternura.

-Pobre niña ingenua- murmuró como para sí misma- si todos fuéramos aún vampiros, hace mucho tiempo que nuestra raza se habría extinguido, mi madre, de hecho, era mortal- añadió, como si comentara el tiempo que hacía fuera, oscuro y neblinoso- atacaba a sus víctimas con dagas de plata, simulando ser una vampiresa.

Lo la observó, con el espanto plasmado en su rostro, hermético, por lo demás.

-Entonces...- empezó, insegura- ¿Tú eres uno de ellos? Lizzie...- mustió.

Elizabeth sonrió para sus adentros.

-¿Esperabas que fuera una de esas estúpidas mortales que son capaces de pasar su vida entera en la oscuridad sólo para fingir que están de nuestro lado? No, mi querida Lo, soy una de verdad. Tengo más de seiscientos años- añadió.

-Si no fueras una vampiresa... ¿Vendrías conmigo?- inquirió Lo, con una vocecilla infantil.

-¿Ir? ¿Contigo? ¿A dónde?- Elizabeth habló con voz entrecortada, los pensamientos de Lo, expresados en voz alta, la habían sorprendido.

-No sé...- murmuró Lo- a donde sea, lejos de aquí, lejos de este mundo, maléfico, podrido e inhóspito.

-No tienes derecho a pedirme eso- dijo Elizabeth, aunque la inseguridad era palpable en su voz, habitualmente firme y sin titubeos.

-Dime la verdad- pidió Lo- ¿Quién eres realmente?

Elizabeth alzó una ceja, el sarcasmo podía apreciarse desde sus labios, curvados en una extraña sonrisa, hasta la punta de su pie, golpeando el suelo con insistencia.

-Te he dicho lo que soy: una vampiresa, con más de seiscientos años. ¿Qué quieres que te diga? ¿Que adoro la sangre? ¿Que no puedo pasar más de cinco días sin salir a cazar? ¿Que odio la luz del sol, porque podría matarme? Eso son cuentos de viejas- añadió con desdén- los vampiros de verdad no somos así. Nos ocultamos a la luz del sol, sí, pero no por su poder devastador, la oscuridad siempre ha sido aliada natural del mal. Nos movemos con facilidad entre sombras. Cazamos por diversión, no hay necesidad en beber sangre. Es la sensualidad del color rojo lo que nos impulsa a ello.

Lo la observó con sorpresa.

-Pero yo siempre había creído que...

-Ya te he dicho que eso son cuentos de viejas- reiteró Elizabeth con desdén.

Lo era siempre tan inocente... la observó a través de sus ojos, malditos por la avidez de sangre... ella era siempre tan infantil, tan deliciosamente pura e inocente... la de las alas blancas de inocencia, la de los labios rojos de pecado... como un ángel... suya, suya para siempre. La sintió allí, tan perfecta, en la inercia de su vida, precipitándose hacia su propio destino, sangriento y mortal. Para siempre... deseosa de sangre, recorrería las calles, sumidas en la penumbra, bajo la plateada luz lunar, siempre buscando nuevas víctimas, maldiciendo a su propio destino, que se había convertido en una cárcel, cuyos barrotes eran los huesos blanqueados de sus propias víctimas. Por primera vez, se sintió aislada de su propio mundo...

-Vámonos- repitió Lo, suplicante.

A pesar de saber que incumplía su deber, y que tendrían que pasar el resto de su vida, ocultas a ojos del mundo cruel que ellas mismas habían forjado, Elizabeth aceptó esta vez. Aunque más tarde, no sabría explicar porqué justo en aquel momento.

-Te quiero, Lizzie- dijo Lo.

-Yo también te quiero, Lo- dijo Elizabeth.

Y cogidas de la mano, emprendieron una huida desesperada, a través de las calles oscuras, lamidas por la tibia luz de la luna, una huida, que ya no cesaría jamás.

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